El tiro por la culata

José Mejías /27/08/2015 >Comentarios
27-08-2015 / 17:58 h.

Hubo un hombre que consiguió aparecer como venerable, y quizá lo fue en algún momento. Por afán de notoriedad de alguno de sus descendientes, que quiso presentarlo de manera exagerada como el personaje que nunca fue, se convirtió a los ojos de la gente, una vez caído el velo, en esa persona que se quiso esconder. Alguien que provocó sufrimiento a sus conciudadanos, a los que la religión que él profesaba llamaba sus hermanos. (Anónimo)

Érase una vez un anciano que murió en cierta paz y reconocimiento. Tuvo un pasado oscuro, pero con el tiempo, y ante los ojos de los de los demás, pasó por una persona amable, sabía y venerable. A juicio de algunos de sus seguidores, tenía cualidades artísticas, de las que se valió para llenar su biografía de hitos que contribuían a dejar borrosos sus episodios más crueles. Con los años, incluso algunos de sus antagonistas, de los que fueron sus “enemigos” le dieron cierto reconocimiento, porque el tiempo y la necesidad de vivir en paz así lo exigían.

El anciano, en su juventud, era un orador ardoroso, que creía que los pueblos debían ser dirigidos por una mano sobrenatural, fuerte y masculina, que no debía cejar en su empeño de construir un pueblo único, aunque para ello fuera necesario extirpar toda acción o voluntad contraria a dicho objetivo. Alentó el enfrentamiento entre las personas y causó mucho sufrimiento. Con el tiempo se volvió acomodaticio, incluso tuvo algún gesto de distanciamiento de aquello tan sórdido que ayudó a crear, y que contribuyó a quebrar la vida de miles de personas. Se centró más en sus cualidades artísticas, su perfil se fue dulcificando, pero nunca renegó, se arrepintió o pidió perdón.

Celebraban que ninguna mano sobrenatural, fuerte y masculina guiaría sus destinos, sino que sería la soberanía popular.

Pasado el tiempo se impuso, a fuerza de costumbre, esa imagen sabía y venerable, y todo quedó relativamente tranquilo. Pero alguno de sus descendientes, muy influyentes, tuvo ínfulas de reconocimiento y se lo ocurrió la genial idea de que se le rindiera homenaje por todo lo que hizo. Las autoridades políticas guiadas por la superficialidad, el aplauso fácil, la sintonía ideológica y, porque no decirlo, cierta sensación de impunidad y gusto por la provocación, quisieron destacar no solo sus méritos artísticos, sino su supuesta vocación por la concordia y el entendimiento y lo ensalzaron en el día en que muchos ciudadanos celebraban justo lo contrario de lo que él promovió. Celebraban que ninguna mano sobrenatural, fuerte y masculina guiaría sus destinos, sino que sería la soberanía popular.

Esa actitud de las autoridades irritó a muchas personas, sobre todo a aquellas que conocían su biografía, porque una cosa era “tolerar” y aceptar cierto olvido, y otra muy distinta querer cambiar la historia. Algunas voces se alzaron contra aquel despropósito, pero nadie las escuchó.

Cuando hubo oportunidad, los agraviados por aquel acto tuvieron la capacidad de ponerse de acuerdo para que las aguas volvieran al cauce, de donde no debieron nunca salir y el homenaje ceso. Una voz joven que hablaba desde la distancia y sin miedo, para justificar dicha decisión, llamó a las cosas por su nombre.

Los que tuvieron ínfulas de reconocimiento en vez de aceptar que nunca debieron tratar de santificar, al que ya lograron hacer pasar por sabio y venerable, arremetieron contra la joven. Esto a su vez generó antipatía ante quienes para que no llegara el mensaje quisieron matar al mensajero. Finalmente se produjo un debate tal que hizo salir a la luz pública aquel pasado oscuro, que tanto costo mantener borroso durante muchos años y que muchos ciudadanos y ciudadanas desconocían.